Encontrar el nombre de Escatrón más allá de los mapas y de los localizadores de carretera, es relativamente sencillo. Porque, como los grandes, el pueblo ha prestado su nombre a terceros: ha bautizado calles aquí y más allá del charco, barcos o máquinas de tren. Pero esto ya es tema para otro post. Porque lo que toca hoy es hablar sobre un producto que puso el nombre de Escatrón en el mapa y que fue buscado y codiciado por los mejores gourmets de principios del siglo pasado. Hablamos del el anís. El “Anís de Escatrón” o el anís de Escatrón. Así, como marca o como genérico.
Porque…¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?Fueron dos las destilerías que embotellaron anís en Escatrón. Y no son excluyentes ni antagónicas sino complementarias. Convivieron en el tiempo aunque una terminara sucediendo a la otra. La primera le dio el nombre. La segunda contribuyó al mito y a convertir el anís de Escatrón en algo más que una marca: en un producto –y nunca mejor dicho- con denominación de origen propia. Lo que sigue no es sino un resumen de lo que podéis encontrar en el libro de Bautista Antorán, Escatrón en el Señorío del Monasterio de Rueda. Y a aquél os remitimos si queréis ampliar la información de los protagonistas cuya vida se acerca, y mucho, a la novela.
La historia del anís de Escatrón, como las más míticas, empieza en alambiques clandestinos que algunos vecinos fabrican para ganarse la vida produciendo licores gracias a los excedentes de uva de los últimos años del siglo XIX y principios del XX. La producción se extiende, las autoridades intervienen y la cosa se pone seria. La mayoría, tras algunas sanciones ejemplares, deciden legalizar su actividad para seguir embotellando anís y aguardiente. De entre todos ellos, uno registra su marca como “Anís Escatrón”. Se trata de Victorio Lahoz Muniesa que elevó el anís a la máxima categoría al obtener la medalla de primera clase en la exposición de 1885 de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País.
Años más tarde, en 1908, el Anís Escatrón volvió a triunfar en el marco de la Exposición Hispano Francesa, haciéndose con la medalla de oro. Cuenta la leyenda que Alfonso XIII se hizo con un par de botellas y que, desde entonces, el anís de Escatrón, en barricas cargadas en carretas, recorrían el camino que separaba el pueblo de la Corte de Madrid. Cierto o no, quien las disfrutó no puede ya dar cuenta de su calidad. Y tampoco quien las produjo y que, a su muerte, prefirió llevarse con él su fórmula magistral antes que perpetuar la marca en el tiempo. Su destilería, ubicada en lo que hoy es la actual Calle del Rebote, se cerró y, con el paso de los años, desapareció. Su suerte alimentó aún más su leyenda.
En cualquier caso, el “Anís Escatrón” se había convertido ya en el anís de Escatrón. La marca dio nombre al producto.
El éxito cosechado por los destilados de Escatrón llevó a Antonio Ariño Aparicio –otro de los que hoy denominaríamos “emprendedores”- a registrar la marca “Gran Fábrica del Legítimo Anisete de Escatrón”. Ambas marcas, como la Coca Cola y la Pepsi, compitieron entre sí durante unos años. Pero sería bajo este último nombre y durante el último tercio del siglo XIX cuando el anís se comercializaría con éxito por Cataluña, Valencia, Andalucía, País Vasco… Pero como todas las grandes historias, ésta se tuvo que truncar de modo trágico aderezada con pinceladas de drama y folletín. A la muerte del fundador, su esposa se casa en segundas nupcias con un arribista que busca fortuna al abrigo del anís. El hijo del primero, Luís, enfrentado a su padrastro, emigra a Argentina -naufragios de por medio- hasta que regresa para hacerse cargo de la fábrica a la muerte de aquél. Hasta los primeros años veinte del pasado siglo, la producción aumenta y mejora. Pero una nueva tragedia sobreviene en la familia: la muerte de su hijo le lleva a perder el interés por perpetuar una marca que ya no tiene quien la continúe. Y, en 1933, la fábrica cierra sus puertas definitivamente.
Desde entonces, del “Anís de Escatrón” o del anís de Escatrón sólo quedan su leyenda y algunas etiquetas que, de vez de cuando, pueden encontrarse en subastas en la red. Hay quien dice tener una de esas botellas míticas en su bodega. Si es así, se guardan con celo extremo como corresponde a las obras de arte. Quizás, porque como éstas, son únicas e irrepetibles.
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