San Isidro labrador. Pastores y labriegos: los pies en la tierra, la mirada en el cielo.
Hubo un tiempo en que las jornadas las marcaba el sol. Trabajar de sol a sol sólo significaba eso: trabajar desde que salía hasta que se ponía. En invierno, los días daban para menos y la faena estaba más concentrada: casi todo el esfuerzo lo requería la oliva. En verano, por el contrario, los días más largos eran también más exigentes: la huerta, la siega, el riego… Y siempre al compás que marcaba el clima.
Era un tiempo en el que si uno hojea el libro de Anales de Escatrón del Siglo XX, de Bautista Antorán, verá que las profesiones que se repiten con más insistencia son las de jornalero y labrador. Y las que menos también giran en torno al trabajo en el campo: herrero, pastor, carpintero, tejedor… trabajos que obligaban, siempre, a mirar al cielo cuando las cosas venían mal dadas. Una mala cosecha, una helada a destiempo, la falta de agua… las amenazas eran muchas y los hombres, entonces, pequeños. Por eso recurría al poder sobrenatural que se otorga a los santos, sacándolos en procesión y rogando.
San Isidro era uno de esos santos, quizás el más recurrente a la hora de solicitar su intercesión. Porque España fue, hasta bien entrada la década de los 50, un país que vivía de la tierra que trabajaba. Y sobre cada pueblo, tarde o temprano, se cernía la amenaza que hacía que a los pueblos sólo les quedara mirar al cielo.
Cuando llegó la central térmica, Escatrón se transformó. No fue de un modo inmediato pero sí inapelable. Los más jóvenes veían el del campo como un trabajo que compensaba poco y exigía mucho. La industría, por el contrario, permitía horarios estables y un jornal que llegaba a casa… con o sin lluvia. El campo quedó entonces en manos de los mayores que lo trabajarían hasta que el cuerpo les dijera basta, porque en el campo uno nunca se jubila cuando quiere.
Con la central, Escatrón creció en habitantes como nunca antes en su historia. De los poco más de los 1.600 a principios del siglo XX, a los más de 5.000 que ocupaban cada rincón que tuviera algo parecido a un techo. La térmica no podía absorber toda la mano de obra nueva y aunque así hubiera sido muchos jóvenes ya habían tomado la decisión de embarcarse en una aventura que tenía un solo destino: la ciudad seductora. Los años 60 fueron años de inmigración: Barcelona, Tarragona, Madrid… Muchas maletas, con las mudas justas, salieron ávidas en busca de un futuro lleno de oportunidades de las que el campo se veía privado.
Y a medida que los mayores se hacían un lado, los campos quedaban en barbecho obligado, año tras año.
Pasarían muchos años hasta que unos nuevos jóvenes decidieran bajar la vista y mirar, una vez más la tierra. El campo, con todo, se profesionalizó. Las jornadas, aunque duras, permiten vivir del campo. Y el campo, más domesticado, ya no obliga a mirar al cielo. Los olivos se riegan gota a gota, el agua se mide, la producción se monitoriza, las estadísticas se cumplen y nada se deja al azar.
Aún así, hay quien sigue queriendo mirar al cielo. Son pocos, la verdad, pero muy entusiastas. Son esas personas que merecen reconocimiento por el empeño que ponen en conservar las tradiciones para que sean ellas las que nos recuerden de dónde venimos.
Así salió San Isidro en procesión por la Calle del Calvario, a pies de la ermita. Tan bien acompañado aún, en 2017.
Fotografías: Gema Pina
Comentarios recientes