¿Cómo es posible que dos lápidas sepulcrales del siglo XVII se conviertan en puente de una acequia, ejerzan como mesas de merendero para ocupar y terminen ocupando, a finales del siglo XX, las columnas de algunos de los diarios más reconocidos?
En 2007 Escatrón fue noticia: se habían encontrado lápidas sepulcrales que se estaban usando como mesas en los merenderos locales. El Heraldo de Aragón dio buena cuenta de ello e incluso algunas cabeceras de tirada nacional, como ABC, se llevaron las manos a la cabeza y recogieron el asunto en la sección de breves.
Y mientras, todos disfrutábamos de copiosas comidas o de frugales cenas de verano. Y sin saber que lo hacíamos sobre las que habían sido las lápidas de la última morada de vecinos que nos antecedieron siglos atrás. ¿Cuál fue el fondo del asunto? ¿Cómo es posible que unas lápidas del siglo XVII terminaran como sobre de mesa de un merendero? ¿De quiénes eran esas lápidas? ¿Quiénes habían sido enterrados bajo ellas?
Una vez más, las piedras han hablado. Pero… ¿Cuántos años habían estado mudas? Y ¿dónde?
Todo empezó cuando se reformó la Plaza de la Iglesia y se intervino sobre la acequia que la atravesaba. No sabemos cómo habían llegado hasta allí, pero durante años –quién sabe cuántos- esas dos lápidas, -con su inscripción boca abajo y la cara labrada a cincel oculta a la luz- sirvieron de puente a mozos, carros y mulas y arrieros. Afectadas por la humedad y el paso del tiempo se hizo difícil reconocer en ellas poco más que dos losas pensadas para el cometido al que habían servido. Y cierto es que, con ánimo de reciclar y aprovechar para otro uso lo que parece que ya no sirve, terminaron ejerciendo como mesas en el Mirador de El Tozal.
Cuando se supo que esas piedras eran más que piedras, se depositaron junto a la Ermita de Santa Águeda como un elemento más de nuestro patrimonio cultural. Muchos se han detenido frente a ellas para tratar de traducir esa grafía antigua. Uno de ellos Bautista Antorán que, mucho más allá de desvelar el texto que muestran, y después de haber limpiado y estudiado las inscripciones que figuran sobre las piedras, nos desvela la historia que hay detrás. Y por obra y gracia de la casualidad y de los caprichos del tiempo, personajes que desaparecieron siglos atrás, vuelven a estar presentes, a ser protagonistas y formar parte de nuestro acervo cultural.
Puedes leer el articulo completo acerca de la investigacion sobre laudas sepulcrales de Bautista Antorán. Encontrarás apellidos que siguen estando muy presentes en nuestro censo: los Villagrasa, Salas, Sartolo, Romeo, Lerín, Olaso, Zabay… que ya se paseaban siglos atrás recorriendo, por ejemplo, las calles y huertas del Barrio Verde. Sí, has leído bien, huertas: las que algunas casas tenían anexas a las casas. Y es que entonces la fisonomía del pueblo, aunque similar, era otra.
Pero por si quieres un adelanto te diremos que las inscripciones hacen referencia a un matrimonio, el de Pedro Salas y María del Pin, que murieron en 1690 con cuatro días de diferencia, según rezan las lápidas. Quien mandó hacer esas inscripciones fue Juan Salas que era Racionero del Pilar y que, a su muerte, como relata Antorán manda enterrarlos “en la iglesia de San Francisco Javier, en el altar de Ntra. Sra. del Pilar”. El cargo de Racionero era, si no uno de los más importantes, sí uno de los que se obtenía mayores prebendas puesto que se tenía derecho a percibir parte de las rentas de la catedral. De ahí que Juan Salas pudiera permitirse todo lo que relata en su testamento. Dejó dictadas dos capellanías, beneficios eclesiásticos de los que se servían, generalmente personas acaudaladas, para procurarse, mediante testamento, la realización de misas por la salvación de su alma y la de los suyos. El testamento de Salas dictado para mayor honra de Dios y en sufragio de mi alma, las de mis padres y las demás de mis fieles difuntos que tengo obligación es, también, un pedacito de la historia de Escatrón. Amén
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